viernes, 27 de noviembre de 2009
Lluïsa Jover
Da la impresión de que nos indignamos constantemente. La más mínima falta, consciente o inconsciente, encontrará enfrente voces indignadas. Más aún, una de las características de la sociedad urbana en la que nos movemos ya la mayoría, es una irritación generalizada, una reacción inmediata que acusa con el dedo, si no con el puño, a quien, por los motivos que sea, ha causado algún trastorno. Claro que, en honor a la verdad, la indignación o irritación en cuestión tiene que ver mucho más con la agresividad que nos rodea que con una sana indignación. Y una sana indignación supone un juicio moral. En dicho juicio moral pensamos que determinada manera de actuar no es la correcta; y, en consecuencia, sentimos que no podemos quedar indiferentes, que lo que tal manera de actuar exige es una reacción de indignación. Expuesto de otro modo: que la acción que juzgamos nace de alguien cuyo comportamiento falla en humanidad. Y esto último, al revés que la agresividad, es algo ya muy distinto. Agresivos lo somos en demasía. Indignación moral, sin embargo, no se ve casi por ningún sitio. La agresividad nos delata en nuestra animalidad, en los impulsos no dominados, en la manifestación, muchas veces, de un vivir infeliz. Bien distinta es, lo repito, la indignación moral. Por eso, es de ella de lo que quiero hablar en lo que sigue; y de su ínfima presencia. Para mal, desde luego, de todos.
La indignación es un sentimiento moral. Como lo es la vergüenza. En la primera nos referimos a otros. En la segunda, a nosotros. Me indigno si veo que un padre riñe o pega a su niño, todavía casi bebé o si su madre lo lleva a rastras como si fuera un fardo. Y me avergüenzo o siento culpa si soy yo quien abofeteo a mi pequeño hijo o lo arrastro. Se trata de sentimientos morales y no de meras emociones. Los sentimientos morales, por otra parte, son el ensamblaje, el humus de la moralidad. Es de este sentimiento de indignación del que hablo. Naturalmente, no hay que indignarse porque sí ni estar de mal genio por cualquier nimiedad. Sucede, no obstante, que vivimos en un mundo con excesiva crueldad, con demasiada injusticia, con una enorme cantidad de mal que podríamos evitar.
Es ésa la razón de que la indignación esté en su punto. Y es que, como indiqué, en términos generales nuestro planeta muestra unas deficiencias considerables, cuya causa hay que colocar en la mano del hombre. No es cuestión de recitar todos los males que nos hacen infelices. Pero el hambre, las diferencias entre ricos riquísimos y pobres pobrísimos, una cultura gozada sólo por una minoría o una infancia que, en muchos casos, transcurre en la miseria, saltan a la vista. La lista, obviamente, podría prolongarse y no hace falta mucha imaginación para ello. Basta con mirar alrededor hoy que la globalización nos posibilita enterarnos de lo que ocurre en cualquier esquina del mundo.
Pero si de las grandes causas pasamos a nuestro país, no es exagerado afirmar que razones para la indignación también sobran. La mentira se ha instalado en la vida política y social de tal manera que decir la verdad empieza a parecerse a una “rara avis”. Más aún, la verdad corre el riesgo de no ser tomada en serio, de convertirse en una broma. De ahí que no se crea en casi nada o, en un juego propio de los humanos, se crea casi todo. Mientras tanto, la democracia degenera, la justicia se queda en palabras, la desconfianza aumenta y los problemas se multiplican. Sumemos a ello la desazón por el trabajo que escasea, el despilfarro insensato y mil cosas más. Todo ello, y sin entrar ahora en quién es más o menos culpable, asunto, por otro lado, nada baladí, debería producir en nosotros cierta irritación: o, por volver a los sentimiento morales, la indignación de quien, en cuanto sujeto moral, debería tener mucha más vigencia de lo que, por lo que podemos ver, tiene.
No se trata, desde luego, de tristeza por lo que nos pasa, malhumor continuo o gritos contra no se sabe quién, sino, más bien, de tomar nota de que podemos vivir mucho mejor. Y esto es posible hacerlo con calma, sin aspavientos. Una indignación reposada no es una contradicción. Todo lo contrario. Es una protesta madura y, por eso mismo, que no permanece en la palabrería sino que pasa a la acción. Una acción, antes de nada, de denuncia; y, después, de poner los medios a nuestro alcance para, así, indignarnos menos.
Se confunde, en numerosas ocasiones, la indiferencia o la cobardía con la virtud de la paciencia o de la tolerancia. Tengo la impresión de que en bastantes situaciones, y referido a nuestro país, actitudes aparentemente de pueblo serio y maduro lo que esconden es miedo y puro encogerse de hombros. Y no tendría que ser así. Indignémonos, que razones no faltan
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